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“Quiquirico” El vaquero más auténtico que existió en Tocaima

“Quiquirico” es recordado por varias generaciones en Tocaima


El viejo Manuel José Briceño estaba destinado a ser un alma más que pasaría por Tocaima sin pena ni gloria, (más con la primera y sin pensar en la segunda) hijo de don Pachito y barbarita, campesinos humildes y trabajadores que vivieron la mayor parte de su vida en la vereda Berlín ubicada camino a Agua de Dios, sus dos hermanas Helena y Berenice siempre lo recordaron como un hombre de trabajo muy dedicado y respetuoso.

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Su pasión por el ganado lo encaminó desde niño a buscar trabajo en las grandes haciendas del pueblo donde aprendió a la perfección todo lo relacionado con el oficio, profesión que lo llevo a relacionarse con mucha gente que al final de la jornada fue la que le dio la experiencia y sabiduría popular que siempre lo acompaño , uno de ellos llanero para más señas le regalo un cacho de toro bravo, el cual después de ser tratado para quitarle ese olor a mortecino y de lijarse adecuadamente fue convertido en una especie de “trompeta” que producía un solo sonido grave y penetrante que servía, según él, para arriar al ganado.

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Con el tiempo Manuel fue conocido en toda la región por su particular manera de arrear el ganado usando siempre su cacho como sello personal dentro de ese sacrificado oficio. Pero, su verdadero momento de fama le llego de una manera inesperada, cuando en varias haciendas de la región apareció un brote de Fiebre aftosa (una enfermedad viral altamente contagiosa que afecta principalmente al ganado de pezuña hendida y a la fauna silvestre).

El problema creció de tal manera que ni los veterinarios ni las autoridades sanitarias podían controlarlo y el ganado empezó a morir, con el agravante de que toda la región fue declarada en cuarentena, prohibiéndose la comercialización y transporte de ganados vacunos de cualquier edad y variedad.

Como último recurso varios de los hacendados acudieron a “Quiquirico” para que les “rezara” su ganado (técnica que aprendió cuando estuvo trabajando llano a dentro, donde nunca llega un veterinario y mucho menos un funcionario de sanidad animal, los viejos chamanes le enseñaron a leer el tabaco y a rezarle a la madre tierra pidiendo la cura del ganado, peticiones que si se hacían correctamente el ganado se curaba casi milagrosamente.

En esta ocasión los rezos de don Manuel José dieron resultados casi instantáneos y en pocos días la epidemia de aftosa se terminó lo que levanto la cuarentena en toda la región, esto acrecentó su fama; todas las haciendas y finqueros le solicitaron sus servicios de curandero cuando se les enfermaba un animal. A pesar de su fama el viejo “Quiquirico” nunca perdió su humildad y deseo de servir al que le solicitara sus servicios sin importarle si tenía o no con que pagarle.

Con ocasión de las ferias y fiestas del pueblo en agosto, los hacendados mandaban por tierra sus ganados para ser vendidos en la feria o para ser toreados en la corraleja muy tradicional por esa época, se volvió costumbre ver llegar al pueblo a don Manuel José, de bigote negro y poblado, piel tostada por el sol, pantalones remangados hasta las rodillas, cotizas de fique. sombrero de paja y poncho terciado al hombro, caminando al frente de una gran cantidad de ganado, arreándolo solo con el sonido de su cacho y con la ayuda de otros vaqueros que lo acompañaban a caballo.

Esa escena se repitió por muchos años hasta el punto de que la gente marcaba el inicio de las ferias y fiestas cuando escuchaban ese sonido inconfundible que producía el cacho de don Manuel José, quien no solo se limitaba a arrear el ganado hasta la feria, también se convirtió en pieza fundamental en el manejo que se le daba a los toros bravos que se utilizaban en las corralejas, con su cacho colgado en el cinto entraba a la plaza de toros y lo hacía sonar hasta el cansancio, ya con unas cuantas tutumadas de guarapo en la cabeza se le media a sacarle al toro uno que otro pase con su viejo poncho haciendo el deleite de propios y extraños, los que le arrojaban unas cuantas monedas a la arena después de terminar su improvisada faena.

A “Quiquirico” no se le conoció pareja estable y mucho menos hijos (seguramente los tuvo pero nadie los recuerda), su fama ya era legendaria en el pueblo por lo que lo único que le faltaba era entrar al recordatorio popular con un apodo, para lo cual una de las lenguas especializadas en el tema que abundaban y siguen vigentes aún, se encargó de colocarle el apodo, le aplicó la siguiente lógica muy simple, si decían que el sonido molesto que producía el cacho cuando era soplado por el viejo Manuel José se podría parecer a la misma incomodidad que causaba el canto del gallo en las mañanas, su apodo debía ser “QUI QUI RICO” y así se quedó, al punto que con el tiempo nadie lo llamaría por su verdadero nombre sino por su apodo a lo que él se acostumbró a la fuerza , pues ese bendito remoquete o apodo a don Manuel nunca le gusto.

La cantidad de años vividos y sus fuerzas mermadas lo llevaron al punto que ninguna hacienda ganadera requirió más de sus servicios, no le quedo de otra que cambiar de oficio por lo que paso un tiempo como cotero en la plaza de mercado, donde escasamente ganaba para su sustento llegando el día que ni eso pudo hacer, entonces con su salud deteriorada se quedó en la calle viviendo de la limosna, andando a pata limpia y durmiendo debajo del puente de los suspiros, perdió su viejo cacho el cual remplazo por un pedazo de manguera negra la que hacía sonar tratando de imitar el sonido inconfundible de su viejo cacho en sus épocas de gloria, murió de viejo en el ancianato local sin familia y fortuna , pero con algo que muy pocos lograron y es haber podido entrar en el ideario popular y quedarse junto a el sonido de su cacho en el corazón y los buenos recuerdos de varias generaciones de tocaimunos.

“No estoy loco. Mi realidad es diferente a la tuya.” Anónimo

Autor: Fabián Hernández.